tercera entrega. Ya en el molino.

Los tres salimos corriendo hacia la cabaña del molino. Entramos en ella y comenzamos a rebuscar por todas partes, no dejamos ni un rincón sin mirar pero no había ningún mechero. De pronto, los tres nos quedamos mirando hacia la mesa. Encima de ella había un viejo y mugriento candelabro que sostenía una vela ya casi consumida. A su lado, una caja de cerillas; una caja grande, de cerillas grandes de esas que se usan para encender la chimenea. La cogí y antes de abrirla la agité. Los tres respiramos aliviados al adivinar por el sonido que en su interior había muchas cerillas.

—¡Déjame ver! —me dijo Nacho emocionado—. Yo la abro.

Nacho abrió la caja y comenzó a sacar las cerillas una a una, los tres las íbamos contando: una, dos, tres… diez, once…

Jorge paró de contar y se fue a sentar en uno de los camastros. Desde allí, se oyó su voz que en tono enojado decía:

—¿Qué hacemos? ¡Están todas usadas! 

—Dieciséis, diecisiete. —Nacho levantó la mano que sostenía una cerilla a la vez que gritaba—: ¡¡ESTA NO ESTÁ USADA!!

Cogió la caja que había dejado sobre la mesa y se dispuso a rascar la cerilla.

—¡Pero qué haces! —le detuvo Jorge—. Si la enciendes y con ella la vela, con lo poco que le queda se consumirá antes de las doce de la noche y después ¿qué? ¿Cómo vamos a detener a la fiera?

                                     

***

Era una noche de luna llena. La luz de aquel satélite amigo de las sombras penetraba por los cristales de la puerta del viejo molino. Alumbraba tímidamente la estancia en la que los tres muchachos pasarían aquella espeluznante noche. Un viento frío del norte agitaba las ramas de los árboles que rozaban contra el tejado de la vieja cabaña. Un monstruo salvaje y sediento de sangre parecía estar apartando las tejas para introducir su brazo y de un solo, pero certero zarpazo, hacerse con su presa. Otras ramas se interponían entre la luna y los cristales de la puerta formando terroríficas sombras que la imaginación de los tres transformaba en criaturas salvajes… hambrientas.

                                     

***

Nos preparábamos para pasar la noche.

—¿Para qué necesitamos los tres camastros? —nos preguntó Nacho—. Seguro que más entrada la noche hará frío y estaremos mejor y más calientes los tres juntos, ¿no os parece?

Desde que nos conocemos, nunca habíamos estado tan de acuerdo en algo. La luna llena dibujando sombras, los árboles zarandeados por el viento y la leyenda que pesaba sobre aquella cabaña formaban el escenario perfecto.

Ninguno de los tres quisimos cenar, no teníamos hambre. Nunca sabré si la causa había sido el haber merendado tarde o… Los tres nos metimos en los sacos y muy juntos nos sentamos al fondo de uno de los camastros. Desde este se podía ver a través del cristal de la puerta lo que sucedía en el exterior.

—¿Habéis cerrado la puerta con el pestillo? —preguntó Jorge.

—Yo no —contestó Nacho—. ¿Y tú, Alejandro, la has cerrado?

—No —contesté—. Pensé que la habíais cerrado vosotros.

—Pues hay que asegurarse ¿no creéis? —afirmó Jorge.

Ninguno de los tres pronunciamos una sola palabra más. Yo no me acercaría a aquella puerta y estaba seguro de que ellos tampoco lo harían.

El viento soplaba con fuerza. Los sonidos del bosque penetraban por el tejado, las ranuras de la puerta e incluso por alguna de las rendijas de  las paredes de la cabaña.

—¿Habéis oído eso? —dijo Nacho.

—Sí. ¿Qué ha sido? —preguntó Jorge...

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